viernes, 30 de septiembre de 2011

Una súbita revelación (relato-resumen de innumerables casos reales)


Eran las 7:00 de la mañana y apenas habían pasado 40 minutos desde que abandonara bruscamente, como cada día, la plácida calidez de las sábanas. Pero no tenía sueño. A fuerza de repetir exactamente la misma rutina cada amanecer, durante los últimos tres años, había terminado por adaptarse, por convencerse de que aquello era algo completamente natural, inherente al hecho mismo de ser humano.

Y no tenía más que mirar a su alrededor, dentro de aquel vagón en marcha, para constatarlo. Rumbo a sus puestos de trabajo, rumbo a sus lugares de adoctrinamiento y estudio, todos los individuos de la especie cumplían puntualmente su función. Sin duda obedecían a una ley natural de vida, y por tanto aquello era lo único concebible y necesario. Era prácticamente imposible imaginar nada mejor.

La mitad de los pasajeros oían música a través de sus auriculares, convertidos ya, a fuerza de usarlos, en un apéndice natural de sus cuerpos. No importaba si escuchaban realmente o no, no importaba si el volumen destrozaba sus tímpanos o si un susurro apenas audible acariciaba suavemente sus cerebros. Ni siquiera importaba si estaban dormidos o despiertos. Llevar un par de modernos auriculares, emitiendo música sin descanso, era lo establecido por la Madre Naturaleza desde el principio de los tiempos, y mientras un número suficiente de personas aturdieran su percepción cumpliendo con tal precepto, todo permanecía en orden.


Aquí y allá, sentados cómodamente en sus asientos, o haciendo equilibrios en pie al constante vaivén del vagón, unos y otros leían sus libros y periódicos, miraban sus titilantes pantallas electrónicas o conversaban a través de sus teléfonos móviles. Los más audaces rellenaban, incluso, sudokus y crucigramas. Todos cooperaban así, cada cual según su capacidad, al correcto funcionamiento del ecosistema humano y, en definitiva, a la perfecta realización del bien común.

Complacido por la sensación de armonía y seguridad que le inspiraba aquella escena -la misma y reconfortante escena de todos los días-, suspiró y desvió su mirada hacia la ventanilla más próxima, a medio metro escaso frente a él. El vagón atravesaba un túnel largo y oscuro, y no se veía absolutamente nada a través del cristal, pero le gustaba observar, a cambio, su propio reflejo emergiendo como una aparición desde la negrura. Mirarse a sí mismo: esa era su forma habitual de amenizar los largos trayectos diarios hacia la oficina.

Pero algo falló esta vez.

En lugar de devolverle, como cabía esperar, una réplica exacta de su propio rostro, el cristal le proyectó una imagen que sobresaltó su aletargado corazón y aceleró la escasa sangre que aún circulaba por sus venas.



Podía verse a sí mismo, sí, con su misma ropa, con sus mismos rasgos. Pero "aquel otro", "el del cristal", estaba desprovisto de vida. Sus ojos muertos, inexpresivos, miraban al vacío. Al vacío en que él mismo se había convertido, sin darse cuenta, en algún momento de los últimos tres años.

En ese preciso instante supo, con total certeza, que a partir de esa mañana ya nada volvería a ser como antes.


Sheyimash